lunes, 5 de marzo de 2012

107.

En su día los marineros creyeron que si colgaban un pendiente en el lóbulo auricular podrían mejorar su capacidad visual. Hoy en día púberes, prepúberes, semiadultos y viejunos simples anillaban sendas partes seleccionadas de su cuerpo sin otro propósito que manifestar un potente culto a la apariencia corporal. Metal en el pabellón nasal, en ráfagas encadenadas a través de la onda vecina al oído, cejas marcadas con una elevada probabilidad de acabar rasgadas, aros en ombligos hedientes, barras que atraviesan la lengua en bisel, metales en el septum que se camuflan invirtiéndose bajo el tabique, encías perforadas luciéndose sin tregua en el marco de una falsa sonrisa profident, pezones que – al haber sido modificados en pos del exhibicionismo del metal – permanecían mancillados para el noble arte de la lactancia, puntos incisivos en el cogote, clítoris y prepucios marcados cual estigmas de placer conyugal, microdermales sin una terminación definida, pequeños falsos diamantes que resplandecían incrustados en los dientes, perforaciones en la mejilla que acababan asemejándose a joviales holluelos. Ella prefirió no parecer un árbol de navidad engalanado, luciendo sólo un aro negro en la nariz acompañado de otro que se mostraba inmiscuyéndose en alternancia en las cavidades lobulares neonatales.

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